Hoy todo es imagen; e imagen hoy es imagen electrónica: editable, abierta e inestable. La imagen fotográfica ha oscilado siempre entre el registro y la proyección, entre el documento y la ilusión. Y a pesar de todo, la imagen a disfrutado siempre de un cierto estatus de indexicalidad, de un vínculo cierto y estable con su referente y contexto. La proliferación de los medios de reproducción –la imagen electrónica a finales de los sesenta y la digital a finales de los noventa- vendrá a debilitar ese vínculo indéxico. En ese momento la imagen se vuelve frágil y reflexiva. Ya no estabiliza las apariencias de lo real, sino que las desestabiliza, ya no fija referentes y memorias sino que las aboca a un bucle permanente de edición y postproducción. Es una imagen que recicla, recorta, moviliza y reconstruye el mundo, que diluye taxonomías y difumina los bordes entre las cosas. Y esta es la imagen –por volátil e incierta que resulte- que
media en cierta arquitectura japonesa que, tras la Segunda Guerra Mundial, trata de reconstruir sus imaginarios de tradición y modernidad y de capturar y proyectar una ciudad y una domesticidad que les resultan cada día más extraños e inaprehensibles.

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